21 agosto 2008

Bola de Sebo (Guy de Maupassant)

En una diligencia de pasajeros, entre los que se encuentra una prostituta, es detenida en un acuartelamiento prusiano y no se le permite proseguir el viaje mientras la prostituta, Bola de sebo, no acceda a acostarse con el comandante de la guarnición. Los burgueses que viajan con ella, ante tal contratiempo, instan a la joven mediante lisonjas a que se doblegue a la petición del oficial enemigo. Ella, presionada, cede. Reanudando el viaje, la muchacha siente el desprecio de aquellos que horas antes la alentaban y ahora le critican callada e hipócritamente el sacrificio realizado para que los burgueses pudiesen finalizar su viaje.

Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos el terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.


Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.


Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.
La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.


Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.


La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.
En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos fulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde, y atravesaron a golpe la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.


Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.


Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores a mostrarse.


Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnó verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba —escudándose para ello en la caballerosidad francesa— que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo le trataban, que retenían todas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.


La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules que arrastraban con arrogancia sus sables por aceras .

20 agosto 2008

Crimen y Castigo (Fiódor Dostoievski)

La historia narra la vida de Raskolnikov, un joven estudiante de derecho en la Rusia zarista. Aquel joven ve trabados sus sueños por la miseria en la cual se ven envueltos él y su familia, debiendo congelar sus estudios por falta de dinero. En búsqueda de dinero llega a conocer a una vil y egoísta anciana, la cual ejerce el oficio de prestamista.

Raskolnikov, a pesar de su pobreza, decide asesinar a la anciana con el fin de robarle -lo que se refleja en el hecho de que regala a una familia desconocida todo su dinero para que entierren al padre, el oficial Marmeladov- sino por considerarla un ser humano inútil para la sociedad, una cucaracha que sólo puede entorpecer a quienes la rodean. Sin embargo, la posición de Raskolnikov es mucho más compleja: ha asumido que la sociedad se halla divida en dos tipos de seres humanos; aquellos superiores que tienen derecho a cometer crímenes en pro del bienestar general de la sociedad y aquellos inferiores que deben estar sometidos a las leyes, cuya única función es la reproducción de la raza humana. La única justificación moral que puede tener la acción de Raskolnikov es que él sea un hombre superior, en cuyo caso no ha de sentir ningún tipo de arrepentimiento por su acción. La culminación psicológica del libro ocurre cuando Raskolnikov se ve perseguido por su arrepentimiento, el que le demuestra que no puede convertirse en un hombre superior y que por lo tanto pertenece al tipo de hombre que tanto desprecia. Raskolnikov se entrega a las autoridades aun cuando no existe ninguna prueba contra él y un inocente se ha declarado culpable, víctima de las presiones policiales. Es enviado a las cárceles en Siberia para cumplir su condena y Sonia (hija de Marmeladov) se va con él a acompañarlo al presidio, en donde Raskolnikov se da cuenta de que la ama y que quiere terminar su condena para vivir junto a ella.


A continuación un resumen de los hechos más importantes de cada parte:

Primera parte: Empieza con la visita de “práctica” que hace Raskolnikov a casa de la vieja. Luego cuenta los conflictos internos que tiene éste hasta que se decide y, en el último capítulo, mata a la vieja usurera.


Segunda parte: En su mayoría se lleva a cabo durante la enfermedad o delirio de Raskolnikov, quién es cuidado por Razumikin. Empieza con su visita a la comisaría e incluye hechos muy importantes como: cuando esconde lo robado, la entrevista con Lujin, la entrevista con Zametov, el accidente de Marmeladov, etc. Termina con la llegada de la madre y la hermana de Rodia a San Petersburgo.


Tercera parte: Se inicia con la dura entrevista entre Raskolnikov con su hermana y madre, luego prosigue con su reconciliación. Un hecho muy importante y uno de los de mayor tensión en la novela se produce en esta parte, la entrevista con el juez de instrucción, el cual le tiende varias trampas a Raskolnikov con el objeto de que confiese. Termina con la repentina aparición de Svidrigailov, el acosador de su hermana.


Cuarta parte: Empieza con la extraña entrevista entre Rodia y Svidrigailov, el cual deja notar malas y extrañas intenciones. Después ocurre la ruptura entre Dunia y su novio, hecho seguido de conversación la entre Sonia y Raskolnikov. Concluye con otra, también cargada de tensión, entrevista con el juez de instrucción, el cual casi logra sacarle la confesión a Raskolnikov, hecho evitado por un extraño suceso.


Quinta parte: Comienza con los vengativos pensamientos de Lujin, los cuales después los pone en práctica queriendo hacer quedar a Sonia como ladrona para así indisponer a Raskolnikov con su familia. Hecho que fue evitado por Raskolnikov y un amigo de Lujin, escapando este sin volver a aparecer en la novela. Luego Sonia huye y Raskolnikov va con ella y le confiesa el crimen, para después enterarse de la locura y muerte de la madrastra de Sonia. Culmina cuando Svidrigailov le cuenta entre risas a Rodia que escuchó su confesión a Sonia y que puede hundirlo.


Sexta parte: Raskolnikov está muy pensativo rspecto a qué hacer. De pronto aparece el juez de instrucción y le dice que está convencido de su culpabilidad y que es mejor que se entregue. Después Rodia va a hablar definitivamente con Svidrigailov para tratar de sacar sus verdaderas intenciones, cosa que no logra. Svidrigailov le cuenta a la hermana de Rodia la verdad sobre el crimen para luego tratar de violarla, pero en el último momento se arrepiente y la deja ir, al día siguiente se suicida. Al final Rodia se despide de su madre, y después de hablar con su hermana y con Sonia, se entrega.


Epílogo: Raskolnikov va a Siberia condenado a ocho años de trabajos forzados, Sonia decide acompañarlo. La hermana de Rodia se casa con Ruzumikin y luego su madre muere. Rodia en la cárcel todavía tiene pensamientos negativos y siente odio y repugnancia por los demás reos. Pero al pasar un año se arrepiente de todo y se da cuenta de que ama a Sonia, quedando sobreentendido que luego de los siete años restantes, Rodia se casaría con Sonia y juntos, empezarían una nueva vida.

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